Se cumplen 142 años del 2° Combate Naval de Antofagasta

Cada 28 de agosto se conmemora una de las proezas heroicas destacadas en la historia de nuestra Armada, la que refleja el espíritu patriótico y de camaradería de cada uno de los integrantes que han defendido a Chile en el mar del Océano Pacífico.

Corría el año 1879 y en Antofagasta, que había sido artillada con tres fuertes ubicados en el extremo norte, centro y sur, Chile se enfrentaba ante un enemigo que asechaba la ciudad desde hacía meses: el Monitor peruano “Huáscar”, al mando del Comandante Miguel Grau.

La Corbeta “Abtao” y la Cañonera “Magallanes”, con cinco y cuatro cañones en su armamento respectivamente, hicieron frente al “Huáscar” en un combate reñido y violento, con disparos desde la unidad peruana hacia la ciudad, y con los artilleros de costa tratando de contrarrestar incansablemente los ataques del Monitor.

En el mar, la tripulación de la “Abtao” luchaba con vehemencia y en condiciones desfavorables, debido a que contaba con obstáculos de suma relevancia, estando anclada sin sus calderas y en plenas reparaciones. La dotación, sin embargo, se defendía y atacaba con el mismo énfasis, sin consignar que su actuar reafirmaba el orgullo de todos los soldados que han forjado la historia de Chile.

El desenlace se inició a las 13:20 horas con los disparos por parte de la «Abtao», 15 minutos más tarde, desde el fuerte Bellavista se realizaba un disparo con el cañón de 300 libras, el cual era capaz de contrarrestar el poderío del «Huáscar», pero que fue mal cargado y se desmontó de su base.

A las 13:50 horas, el «Huáscar» contesta el ataque y dispara sobre la nave chilena que era presa fácil por su inmovilidad. Todos estos disparos caían en la costa y en la cancha de la beneficiadora de metales. Al octavo tiro se ve salir humo de la cubierta de la «Abtao», como resultado de un tiro de 300 libras que había perforado el palo mayor por el lado de estribor, produciendo terribles estragos en cubierta.

En ese momento, seis hombres de la dotación fueron despedazados mientras los cañones chilenos defendían como podían la ciudad y el combate entraba en su etapa más cruda.

Dentro de aquellos caídos se encontraba el Ingeniero Juan Mery, marino de padre inglés y madre egipcia que pertenecía a las filas de la Armada de Chile y que, por salir en auxilio de sus camaradas, abandonó sus funciones en la sala de máquinas y sufrió una inesperada muerte.

En un nuevo disparo del «Huáscar» caen muertos tres hombres más de la «Abtao», sumando ya nueve héroes fallecidos durante la lucha por la Patria. Por el lado peruano muere el Teniente Carlos de los Heros, quien estaba en cubierta durante el combate.

Al día siguiente, el 29 de agosto, se realizan rápidamente los funerales de los nueve héroes caídos en combate, siendo sepultados en una fosa común los Grumetes Manuel Hudson, Pedro N. Contreras y Juan de Dios Arriagada; los Fogoneros Samuel Barcena y Antonio Espinosa; el Carbonero Ricardo Briones; el Capitán de Altos Pedro Padilla; el Marinero 1° Antonio Villarreal; y el Ingeniero Juan Mery.

Cabe destacar que una vez que terminó el combate, la ambulancia “Valparaíso” se encargó de atender a los heridos y fallecidos en medio del caos y los estruendos de la batalla. Gracias a la Agrupación Histórica Patrimonial “Los Viejos Estandartes”, sigue vivo el testimonio de uno de los integrantes de aquel vehículo asistencial y fue el enfermero Tancredo Riobó, quien plasmó la valentía de los chilenos y su sacrificio por la Patria en una carta escrita a su madre cinco días después de ocurrida la batalla.

 

Antofagasta, septiembre 3 de 1879.

 Querida madre: 

No obstante que he escrito a mi padre una larga carta, le robo algunos momentos a mis múltiples ocupaciones, que se han cuadruplicado con la reunión de las dos ambulancias, para darle algunos detalles sobre el glorioso combate con el Huáscar, que tuvo lugar el 28 del pasado.

Este filibustero volvió a hacernos una visita, con el propósito sin duda de atrapar a mansalva algunas de nuestras naves; pero esta vez no fue tolerada impunemente su presencia. 

El comandante del Abtao, don Aureliano Sánchez, no pudo contener su coraje; así fue que, tan luego como lo vio a tiro de cañones, le disparó un par de balazos con sus piezas de 150 libras, los que fueron inmediatamente secundados por las baterías de tierra. 

El Huáscar se hizo mar afuera, colocándose a más de 4.000 metros de distancia; y desde allí, seguro de no tener mucho que temer, contestó los fuegos con singular acierto. Esta vez (según lo he averiguado) no venía tripulado por peruanos, sino por mercenarios valerosos: de esos que sirven al Dios o al Diablo, según quien les paga. Solo unos seis u ocho zambos paiteños hay a su bordo; los demás son norte-americanos, ingleses, griegos y caucasianos. 

Veintiséis tiros, de granadas en su mayor parte, disparó el Huáscar, metiendo dos de ellas en el casco del Abtao, con las que causó grandes destrozos y mató diez hombres e hirió a siete. 

Al ver los terribles estragos de la primera, el impávido comandante Sánchez exclamó con voz estentórea: “¡Apuntad bien muchachos! ¡Venguemos la sangre derramada! ¡Fuego contra esa canalla!” 

Dicen los marineros, con quienes he hablado, que la figura del comandante Sánchez era espantable y que infundía furor en la tripulación. 

La segunda granada reventó, después de perforar el casco, sembrando la muerte y haciendo saltar alrededor grandes astillas. Una de ellas azotó en la frente al comandante, quien al ver su sangre exclamó con entusiasmo: “Yo te saludo, porque me has dado el bautismo de sangre por la Patria.” 

En estos momentos, una granada cayó sobre la cubierta del Huáscar, haciendo huir la poca gente que se animaba a estar allí. Después se ha sabido que ella mató al segundo jefe, que se dice era también de apellido Sánchez; quien mandaba en aquel momento, porque Grau estaba escondido tras de las mamparas de hierro. 

Las baterías de tierra y los tiros de la cañonera Magallanes que mandaba su bizarro comandante Latorre con la misma fortuna de siempre, secundaron admirablemente los fuegos del Abtao. 

Aún duraba el combate, y ya los muertos y heridos habían sido trasladados a tierra y traídos a la ambulancia, donde fueron atendidos por los cirujanos más experimentados, distinguiéndose, como siempre, el entusiasta doctor Martínez Ramos, que es el alma de nuestra ambulancia. 

Era cosa que partía el corazón ver el hacinamiento de carne humana. Los muertos fueron traídos en sacos, se veían allí piernas, brazos y cabezas separados del tronco. Había un hombre partido por la mitad que aún respiraba; me miró y elevando los ojos al cielo, rindió el espíritu, sin duda pensando en su amada Patria, por la cual moría resignado. 

Ninguno se quejaba, y exhalaban el último suspiro como dicen los historiadores que morían los Espartanos. ¡Qué grande, madre mía, era el valor de esos chilenos! ¡Quiera Dios que los que les sobreviven, sepan vengar tan cruentos sacrificios! 

Pompeyo estaba a mi lado y nada decía; yo lo veía pálido y mordiéndose las manos. De repente sacó su pañuelo y lo mojó en la sangre de uno que acababa de expirar. Me dijo después que era para mostrarla a sus compañeros cuando lograse entrar en el ejército. 

Yo creo que escenas como estas, hacen que juren odio eterno a los peruanos todos los que las presencian. 

El combate duró hasta el caer de la tarde. El ilustre Manco, que hoy es General en jefe de nuestras tropas, acompañado de un numeroso estado mayor, recorría las baterías, durante el combate. Las piezas fueron todas dirigidas por oficiales superiores, y si no hubiese sucedido el fracaso de que el cañón de 300 se desmontó al primer disparo, es muy presumible que la nave filibustera hubiese recibido serias averías en sus cascos, aunque la distancia a que se colocó solo permitía a los proyectiles llegar con un ángulo muy obtuso. 

Ya ve usted, querida madre, que hemos olido la pólvora; y no es cierto que el fragor del combate infunda miedo; lo contrario es lo que he visto suceder. Todos estaban poseídos de entusiasmo guerrero. Verdad es que con los valientes jefes que mandan nuestras fuerzas, el más tímido crearía valor. 

Se despide su hijo, etc., etc.

                                                                                  Tancredo Riobó.

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