“La alta frecuencia sísmica ha originado un comportamiento característico entre los chilenos, aunque dicho sello ya estaría presente en la mentalidad y en el comportamiento de los indígenas desde antes de la llegada de los españoles”, concluye el historiador Alfredo Palacios Roa en su libro, “Entre ruinas y escombros. Historia de los terremotos ocurridos entre 1670 y 1906”, que Trébol Ediciones acaba de publicar con el patrocinio del Fondo del Libro y la Lectura Convocatoria 2022.
El título es una reedición ampliada y corregida del que este doctor en Historia publicó en 2015, en una línea de trabajo que lo ha convertido en un especialista en la historia de desastres y catástrofes de nuestro país. Antes, por ejemplo, publicó con Trébol la colección “Catástrofes chilenas”, conformada por libros sobre el incendio de la iglesia de la Compañía de Jesús en Santiago (1863), el bombardeo de Valparaíso de 1866 y los megaterremotos que afectaron a Chile entre 1647 y 1877.
«Castigo divino» y dependencia de lo rural
En el libro que Trébol acaba de editar, Alfredo Palacios especifica que, considerando que hasta fines del siglo XIX la esperanza de vida en Chile era de 27 años, cada habitante del país experimentó, en promedio durante el período estudiado, unos diez sismos de distinta intensidad a lo largo de su vida. “De estos eventos, por lo menos dos o tres pudieron ser considerados como ‘terremotos mayores”, como ocurrió en las zonas centro y sur del país con los terremotos de 1570, 1575, 1647, 1657, 1730 y 1751, y también con los movimientos telúricos descritos desde Copiapó hacia el sur entre 1819 y 1837, “o bien con los dos megaterremotos que destruyeron las villas y poblados del Norte Grande del Chile en 1868 y 1877, y con el evento que destruyó Valparaíso en 1906”.
A la luz de tales datos, Palacios plantea que reafirma la tesis de Rolando Mellafe “en cuanto a que estos numerosos acontecimientos de naturaleza violenta, además de influir notoriamente en la evolución histórica de las ciudades chilenas, han servido para crear una cultura o idiosincrasia telúrica, la cual estaría fuertemente marcada por la naturaleza y que resulta muy difícil poder apartarla de la realidad cotidiana de los habitantes de este país”.
En otro plano, el autor escribe que muchos de estos catastróficos eventos “sirvieron para poner en evidencia la gran dependencia que tenían los centros urbanos con respecto al entorno rural, especialmente en aquellas zonas habitadas por indígenas y mestizos. Decimos esto porque los habitantes de las zonas campesinas siempre fueron los primeros en ser requeridos para trabajar en las reparaciones o en las reconstrucciones de las ciudades afectadas por la acción de los movimientos telúricos, aportando su esfuerzo físico y abasteciendo con productos de primera necesidad a los mercados de las zonas centrales”.
¿Qué hicieron en varias oportunidades los gobernantes de Chile para enfrentar las dificultades en que quedaban las víctimas? Trasladaron a determinadas poblaciones, como la de la villa de Arica en 1604 y las de Penco y Chillán después del terremoto de mayo de 1751. “Aquella realidad, a la luz de los nuevos conceptos aplicables a los estudios de la geografía urbana y de la historia social, puede ser entendida como una forma de resiliencia desarrollada por la comunidad frente a un acontecimiento calamitoso, debido a que este tipo de respuesta les permitió a los habitantes de aquellos pueblos y ciudades más vulnerables, fomentar la acción ante los riesgos naturales y superar los estragos sufridos tanto en el plano individual como colectivo”, sostiene el historiador.
Otra conclusión planteada por el profesor e investigador es que las reacciones que los movimientos telúricos causaron en la población “deben comprenderse desde su mentalidad animista. Por ejemplo, para las comunidades indígenas, los terremotos, entre otros procesos naturales, fueron el mecanismo de comunicación que tuvieron sus antepasados y dioses ancestrales para advertirles de peligros, castigarlos por desatender y desapegarse de sus costumbres y tradiciones, o bien para vengarse de quienes les oprimían”. Agrega que una interpretación similar fue la desarrollada por hispanos y criollos y, más tarde, con el advenimiento de la Independencia, entre los chilenos, “quienes ofrecieron una lectura similar de estos eventos al considerarlos una señal incuestionable del enfado que demostraba Dios hacia determinadas ciudades como consecuencia de los ‘particulares’ modos de vida”. Palacios indica, de hecho, que algunos sismos -especialmente los de 1570, 1575, 1647, 1657, 1730, 1737, 1751, 1796 y 1822- fueron interpretados “como un castigo por las faltas acumuladas o bien como una severa advertencia para que los ‘pecadores’ enmendasen el curso de sus vidas y volviesen a vivir en la paz del Señor”.
Con el tiempo -afirma el historiador-, “se avanzó obligadamente en el perfeccionamiento de los modelos constructivos y en el desarrollo de materiales más resistentes a las frecuentes sacudidas del suelo chileno, otorgándole una fisonomía característica a las ciudades que por entonces conformaban el país”.
“Entre ruinas y escombros. Historia de los terremotos ocurridos entre 1670 y 1906” cuenta con 224 páginas.
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